LA MEJOR PROPINA. MÚSICA CON SOL

Un sábado de agosto, a media mañana, justo cuando acabábamos de cocinar y exponer en el mostrador un festival de seis paellas diferentes, recibimos una visita que nos sorprendió. Aparecieron dos niños y una niña que no tendrían más de 8 años, y se quedaron clavados frente al mostrador, como imantados ante las paellas. Sus padres estaban en otro restaurante del Mercado, nos dijeron. Uno de los niños, que llevaba una pequeña cartera con monedas inició un debate con los otros sobre la elección de la paella que querían tomar, y si se ajustaba al presupuesto. Atraídos por la variedad y tras concienzudos cálculos, optaron por las medias raciones. Cuando seleccionaron lo que querían tomar, Laura, Lucho y yo, cruzamos nuestras miradas entre incrédulos y divertidos.   Optaron por la paella de chipirones y algas, el arroz negro, y la de coliflor y bacalao. El niño que gestionaba la cartera del dinero, que ya conocía nuestros arroces, lo tenía muy claro, y sus amigos se dejaron guiar. Hicimos cuentas y nos pagó, explicando a sus amigos lo que restaba de su presupuesto para toda la mañana. Les preparamos sus bandejas y se hicieron dueños del comedor que a esa hora temprana estaba vacío, y en una mesa alta, sentados en los taburetes con los pies colgando, disfrutaron del arroz. La luz cenital del sol que no quería perderse la fiesta inundó la escena, y me vino a la cabeza la sabiduría de una niña que en un programa de radio clásica pidió que le pusieran “una música con sol”. Esa música sonaba en la alegría del comedor. Algunos compañeros de otros puestos del Mercado que pasaron y vieron a los niños solos en su festín, nos preguntaban interesados por un público tan singular, y se alejaban sonriendo. Cuando acabaron sus viandas, los dos niños y la niña se levantaron, recogieron su mesa, limpiaron todo, y nos trajeron las bandejas y los vasos de agua. Asombrados por su buena educación optamos por invitarles a otra ronda, que aceptaron gustosos, y en su orden se volvió a repetir la escena: escogieron las paellas que menos habríamos pensado, y volvieron al comedor y degustaron sus arroces. Me acerqué a decirles que nos había encantado tenerles como clientes y que su educación y modales eran un ejemplo para todos. Antes de despedirse, el niño que gestionaba la cartera cruzó su mirada con sus amigos y dando las gracias por la invitación, sacó tres monedas de 10 céntimos y me dijo que era una de propina para Laura, otra para Lucho y otra para mí. Se fueron los niños dejando un halo de vida en el aire del mercado. Nunca nadie me ha hecho sentirme más orgulloso de una propina. Texto: Javier Siles